El sueño es una de las funciones biológicas más importantes de la vida. Sin embargo, la hiperconectividad, el uso excesivo de pantallas, el estrés sostenido, las largas jornadas laborales y la falta de horarios regulares para acostarse y levantarse están erosionando un pilar esencial de la salud: el descanso nocturno. Según un estudio reciente de la Asociación Argentina de Medicina del Sueño (AAMS), más del 50 % de los argentinos no duerme bien. El dato preocupa no solo por lo frecuente, sino por sus posibles consecuencias: mayor irritabilidad; problemas de concentración, memoria y aprendizaje; disminución de la respuesta inmune; alteraciones metabólicas y mayor riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares, entre otras.
“La reducción de las horas de sueño no siempre está ligada a una patología. La mayoría de las personas no padecen enfermedades del sueño, pero acortan sus horas de descanso como consecuencia de prolongar el día más allá de lo recomendado. A veces esta situación responde a una necesidad de trabajo nocturno o en horarios rotativos; otras, a una condición social desventajosa que impide dormir las horas necesarias. Pero muchas otras veces es producto de pautas culturales, como la tendencia a la nocturnidad, a sociabilizar en la noche, ya sea en reuniones o a través de teléfonos inteligentes y pantallas que nos vinculan con las redes sociales u otras formas de entretenimiento”, manifiesta el doctor Daniel Pérez Chada, director de la Clínica del Sueño del Hospital Universitario Austral.
“Además, se pueden sumar ciertos factores tales como situaciones de estrés, preocupaciones personales o cambios en las rutinas que rodean al inicio de las horas de descanso, que alteran temporalmente la conciliación o el mantenimiento del sueño. Sin embargo, cuando estas alteraciones se sostienen en el tiempo y afectan la vida diaria, pueden ser signo de un trastorno que requiere atención profesional”, explica el especialista.
¿Cuáles son esos trastornos? ¿Cómo se manifiestan? ¿Y qué herramientas existen para abordarlos? A continuación, un repaso por los principales cuadros clínicos vinculados al sueño, sus tratamientos y señales de alerta.
El insomnio es uno de los trastornos más comunes. Puede presentarse como dificultad para conciliar el sueño, o bien, para mantenerlo, a pesar de tener la oportunidad y el ambiente adecuados para dormir. Si estos síntomas se dan al menos tres veces por semana y duran más de tres meses, se considera insomnio crónico. “El insomnio agudo, que aparece ante una situación disruptiva -como la pérdida de un trabajo, un conflicto o una situación de angustia puntual- puede beneficiarse de un tratamiento farmacológico breve. Pero el insomnio crónico no debe tratarse con medicación a largo plazo”, advierte el doctor Pérez Chada. El enfoque más efectivo en estos casos es la terapia cognitivo-conductual del insomnio, que trabaja sobre conductas y hábitos que interfieren con el descanso. Por cierto: se estima que el insomnio agudo afecta hasta al 30 % de la población, y el crónico, aproximadamente al 14 %.
La apnea del sueño es un trastorno respiratorio que provoca pausas en la respiración durante el sueño. Afecta sobre todo a hombres de mediana edad, mujeres después de la menopausia y personas con sobrepeso y obesidad. Estas pausas se deben al colapso parcial o total de la garganta mientras la persona duerme. “Durante el sueño, todos los músculos del cuerpo se relajan. Si hay un aumento de grasa en la zona del cuello o en la lengua, esa relajación favorece el cierre de la vía aérea”, aclara el experto.
Entre las consecuencias inmediatas de la apnea durante el sueño, se encuentran la excesiva somnolencia diurna, la irritabilidad, los problemas de memoria o concentración, y una mayor tendencia a sufrir accidentes domésticos o viales. “Esto sucede porque cada apnea termina cuando el cerebro se despierta, lo que genera un sueño fragmentado y de mala calidad, que favorece la somnolencia y el cansancio durante las horas del día”, señala el doctor Pérez Chada. A largo plazo, las apneas pueden derivar en hipertensión arterial, arritmias cardíacas, infartos, accidentes cerebrovasculares e insuficiencia cardíaca.
El tratamiento depende del grado de severidad; puede incluir “desde bajar de peso y dormir de costado, evitar el alcohol y sustancias como psicofármacos, hasta usar -en los casos moderados o severos- una máscara nasal conectada a un dispositivo (CPAP, por sus siglas en inglés) que genera una presión positiva que, aplicada sobre la nariz, llega hasta la garganta, permitiendo una respiración normal durante las horas de sueño”.
Aunque menos frecuente, la narcolepsia es una enfermedad neurológica que se manifiesta con episodios súbitos e incontrolables de sueño. En algunos casos, también se presenta cataplejía, una pérdida repentina del tono muscular provocada por emociones intensas. “La narcolepsia suele comenzar en edades tempranas, pero puede tardar décadas en diagnosticarse porque es una enfermedad con poca visibilidad en la comunidad”, manifiesta el doctor Pérez Chada, quien asimismo comenta que otros trastornos como el sonambulismo y la parálisis del sueño “suelen ser más frecuentes en la infancia y adolescencia”. “Aunque no son peligrosos en sí mismos, pueden representar un riesgo si la persona realiza acciones durante el episodio, como salir a la calle, manipular objetos, bajar escaleras o abrir ventanas”, agrega el experto. La parálisis del sueño, por cierto, aparece en la transición entre el sueño REM y la vigilia; la persona está consciente pero no puede moverse, lo que suele generar una gran angustia. “Pese a no ser riesgosa, es importante explicarla, porque asusta mucho cuando se la vive por primera vez”, aclara el profesional.
Más allá de los trastornos clínicamente definidos, hay un fenómeno cultural que preocupa: la pérdida de horas de sueño en la sociedad moderna. “El mundo occidental ha perdido un 25 % de sus horas de sueño en los últimos 50 o 60 años”, señala Pérez Chada. Y añade una reflexión profunda: “Desde el punto de vista antropológico, esta reducción es drástica. Significa que en solo medio siglo, la humanidad recortó una cuarta parte del tiempo destinado al descanso. Eso impacta en nuestra biología y desafía los ritmos naturales para los que estamos preparados”.
Este modelo de vida 24/7 -marcado por la hiperexigencia laboral, la prolongación artificial del día y los turnos rotativos, en especial en las ciudades- ha generado una epidemia silenciosa: millones de personas que duermen poco o mal, sin tener una enfermedad específica pero con efectos igualmente nocivos.
La cantidad ideal de horas de sueño no es la misma a lo largo de la vida. “Para los adultos, lo recomendado es dormir entre 7 y 9 horas. En los niños y adolescentes, las horas necesarias son entre 9 y 12, dependiendo de la edad”, dice el doctor Pérez Chada. El sueño es fundamental para funciones biológicas esenciales como la reparación celular, el equilibrio hormonal, el funcionamiento cognitivo y la consolidación de la memoria.
¿Qué pasa mientras dormimos? Pues, el cuerpo realiza tareas vitales. “En las fases más profundas del sueño, se produce la reparación de tejidos, se refuerza el sistema inmunológico y se equilibran las hormonas. A nivel cerebral, se consolidan los recuerdos y se eliminan desechos metabólicos que se acumulan durante el día”, detalla el especialista. Lejos de ser una pausa pasiva, dormir es un proceso clave para sostener la salud física y mental.
Cuando no se duerme bien, los efectos se sienten casi de inmediato, pero también se acumulan en el tiempo.
Ronquidos intensos, pausas respiratorias, somnolencia diurna a pesar de haber dormido las horas necesarias, despertares frecuentes, conductas extrañas durante la noche o simplemente sentir que el sueño no es reparador… todos signos a los que debemos estar alerta. “La gran recomendación es no resignarse a dormir mal”, subraya el doctor Pérez Chada. Recuperar el buen descanso puede cambiar radicalmente nuestra salud física, mental y emocional, y a veces la diferencia yace en modificar hábitos simples.
Al respecto, el especialista brinda recomendaciones fáciles de adoptar que pueden mejorar significativamente la calidad de vida: mantener horarios regulares de sueño (acostarse y levantarse a la misma hora todos los días); evitar la cafeína, alcohol y comidas pesadas por lo menos 4 horas antes de dormir; limitar el uso de pantallas (teléfonos, tabletas, computadoras) al menos 60 minutos antes de dormir para evitar la interferencia con la producción de melatonina; las siestas no deben durar más de 40 minutos; realizar actividad física (pero evitar el ejercicio intenso en las horas previas a acostarse); no fumar, especialmente por la noche; crear un ambiente adecuado para dormir (mantener la habitación fresca, oscura y silenciosa); practicar técnicas de relajación, como la meditación o la lectura, antes de acostarse para reducir el estrés. Y ante cualquier duda, o de persistir los problemas, consultar al médico.